Demasiado
“simple y tradicional”, también ven documentales y, lo que es más osado aún: aspiran a realizarlos en el futuro.
Nadie es indiferente a un visionado completo de esta pieza única de la Historia del Cine. En la pantalla, un aluvión de informaciones en blanco y negro se sucede durante algo menos de una hora y no es fácil de digerir: mujeres trabajando y señoras dejándose acicalar, hombres gigantes portando cámaras al hombro, trípodes articulados que se mueven con vida propia hacia los espectadores que los observan, deportistas, obreros, niños y animales, medios de transporte, ciudades caóticas, hábitos cotidianos, mecánicos, sorprendentes. Imágenes reales.
Objetivos cumplidos.
Ningún aspirante a cineasta tradicional y ningún proyecto de documentalista extraterrestre deja pasar esta obra ante sus retinas sin reaccionar radicalmente, porque es rara y excesiva, porque pretende hacernos reaccionar y porque lo
consigue.
Demasiado nuevo era todo en 1929. Será que nos hemos vuelto unos “antiguos”, ochenta años después de su estreno, o será que no todos estamos dotados de ese espíritu extraterrestre con que la barita del documentalista nato había tocado también a Vertov.
(ESPACIO DE PUBLICACIÓN: artículo de opinión en suplemento dominical no especializado en cine. )
El cine-ojo: la vida de improviso.
Por: Iván Carpio
Desbordado y extenuante ejercicio experimental rodado en San Petersburgo. Estridente sinfonía de una
ciudad detonada en imágenes que se sueldan con poética y fría animosidad soviética. Vista por un ojo poco entrenado, esta película documental puede provocar una inquietante indigestión mental. Recomendable y bien traída la utilización de comedidas dosis de vodka ruso para aliviar el malestar. Tan pronto como las facultades intelectuales indiquen mejoría, conviene hacerse con una traducción de los textos de Dziga Vertov. Los incendiarios artículos del director ucraniano no tienen desperdicio. Explosivo cóctel de impetuosidad revolucionaria y descaro vanguardista, son además una herramienta imprescindible para descifrar los significados de la críptica estética del autor que los firma. El pseudónimo Dziga Vertov viene a traducirse como “gira, peonza”. Denis Arkadievitch Kaufman fue el dueño de tan particular apodo. Comenzó sus trabajos a la vez que Lenin levantaba el primer estado comunista. Suyas son las teorías del cine-ojo y del cine-verdad. Su objetivo: captar la realidad, “la vida de improviso”. En El hombre de la cámara las imágenes se oponen con vértigo. Niños y obreros. Atletas. Humo y carbón. Hierro y velocidad. No hay actores ni escenario. No existe hilo argumental. El kinok, el hombre de la cámara, es un alma consciente en persecución de la verdad. Recorre las calles de la ciudad retratando la vida en sus aspectos más ordinarios. Sin fingimientos. Su ojo se confunde con la lente del objetivo en un plano simbólico y reiterativo. La cámara penetra en la realidad y la registra tal y como es. Vertov avanza hacia la depuración del lenguaje cinematográfico. Maiakovsky lo hizo con la poesía y Malévich con la pintura. Proclama la exaltación del movimiento como elemento específico y liberador de la disciplina. Automóviles, tranvías y motocicletas. Poleas y turbinas. Cada plano de la película es una celebración cinética. La medida de intervalos entre los planos es la clave del montaje. Acelerado y frenético, pone de manifiesto la verdad propia del cine. Una verdad construida que el director nos muestra explícitamente. Vertov había declarado la guerra al cine convencional. Su radical propuesta formal pretendió ser una beligerante ofensiva desde los territorios comunistas. El cine-ojo despertaría las conciencias obreras y haría de aquel, un mundo mejor. Nada más lejos de lo ocurrido. Perdida esta batalla, bien es verdad que el cineasta soviético abrió el paso a muchas otras. La subversión introducida en el esquema realidad/ficción sigue alimentando el cine de nuestros días. Su uso dinámico y abierto de la cámara, recuperado por los autores del cinéma verité, es una técnica más que asentada en la actualidad. Recordaremos a Dziga Vertov como uno de los padres del documental de creación. El hombre de la cámara es en definitiva una película indicada para todos aquellos atraídos por el lado más experimental de la historia del cine. Si a alguien le queda tiempo, no estaría mal repasar la cinta El cameraman de Buster Keaton, rodada tan solo un año antes. Hacer el juego de las siete diferencias puede resultar interesante. Yo, con el trabajo concluido, creo que me serviré algo más de vodka.
El No de Vertov: (pequeños) gestos, (grandes) gestas
Por: Julius Richard
Año 0. Antígona es un personaje de la antigüedad que simboliza la aparición de otra ley allende o aquende (eso es indiferente) la establecida consuetudinariamente por los hombres. En su negación de la Palabra Oficial, en su No que abraza una ley interior y personal y quiere enterrar a su hermano en terreno vedado, en ese instante de la decisión que es una forma de la locura germina y se origina míticamente la otra alternativa. Antígona, como una prótesis original, es el año 0 de otra ley, la de la subversión. Su gesto fundacional es un orto revolucionario.
La revolución, si hacemos caso al pensador marxista Walter Benjamín, ocurre de una vez y fugazmente. Su efecto es el de la centella y el relámpago que, raudo y sucinto, quiere mostrar la posibilidad inaudita de otro mundo. Un gesto ínfimo que no se agota en su realización. Su significado, clausurado y latente, puede permanecer largo tiempo escondido antes de salir a la luz nuevamente: es la verdad histórica en su estado de des-ocultación. La verdad revolucionaria está siempre agazapada, esperando. ¿Qué espera? La transfiguración, el cambio, el otro mundo posible = la utopía. El no lugar por venir: la comunidad de los sin comunidad.
La revolución rusa de 1918 agitó el mundo en consonancia con otros tantos gestos fundacionales que tuvieron lugar en otras naciones. Las vanguardias de los años 20 se caracterizan de forma manifiesta por ser claramente revolucionarias, por hablar, más que de estética, de política. Sin enumerar todos los movimientos, cada uno con su decálogo correspondiente, señalaremos el que creemos es el gesto fundacional más paradigmático: el de Duchamp al dar forma al ready-made, allanando el camino a la anestética (la defunción de la estética de la representación y el buen gusto kantianos), al valor artístico del objeto encontrado, al arte infraleve de la respiración. El gesto de Duchamp es de tal forma traumático que tras él vendría un silencio (del arte, del mundo), de más de dos décadas: el tiempo de la asimilación de la loca llamada revolucionaria.
Los años 20 son años locos. El nacimiento de todos los ismos y el agotamiento y extinción de todas las tradiciones artísticas: la abstracción acabando con el arte figurativo, la atonalidad acabando con la armonía musical, el absurdo llenando las páginas de las novelitas burguesas. Las vanguardias son la ofensiva de un ejército de artistas que buscan, provistos de bigotes a lo Nietzsche, un mundo nuevo, otra vez.
Gesto Fundacional I. El trauma.
El No de Vertov aparece al final de la década de los años 20. Es un No, primeramente, al cine de propaganda post-leninista que desarrollaba Eisenstein. Pero es, sobre todo, un No al Sueño de Zukor y su Gran Fábrica. Como gesto fundacional y ortológico, la negativa de Vertov repite el trauma de Antígona: abre un nuevo decir, una nueva tabla de la ley. Hablando en burchiano, se diría: abre un Modo De Representación Alternativo frente al Modo De Representación Institucional. En un mundo sin dioses (que definitivamente es el escenario en que respiran todos los activistas revolucionarios y subversivos: es el siglo XX hasta el nacimiento de su nuevo dios: la Bomba Atómica), aún nos queda la Gramática, sí, pero si Griffith había sentado las bases de la gramática del cine en su versión MRI, Vertov fundaría un nuevo lenguaje y su propia gramática.
¿Cuál es ese lenguaje? El del montaje cinematográfico: técnica post-humana.
“El hombre de la cámara” es su mejor exposición. Una película que rápidamente se catalogaría como “difícil”, por ser un film experimental, un cine del ensayo y la tentativa, a caballo entre el arte y la técnica (igualmente, de “difíciles” se caracterizan las óperas de Scönberg, los primeros lienzos cubistas o abstractos, el agotamiento lingüístico de Joyce): ¿pero no era el arte, originalmente, una técnica entre otras? La posición vertoviana, como la de casi todas las vanguardias, inhiere una asimilación de la técnica por el hombre que les lleva, en el futurismo, el constructivismo, el productivismo y el suprematismo (las vanguardias propiamente soviéticas y gélidas), a la síntesis hombre-máquina: el autómata. En su negación del individualismo burgués, el Gran Sujeto (el Espectro Comunista) es una máquina descomunal. El último paso del proceso hegeliano, la Verdad del Hombre en su estado de Imagen Espectacular, esto es, Universal. Hegel y Heidegger se dan la mano y se van al cine: ¿qué ven? “El hombre de la cámara”, o mejor, del aparato. Y no con ni y, sino “del”: el hombre dentro del aparato. La simbiosis hombre-máquina aparece de manera explícita aquí: el ojo del hombre es ya el objetivo. Superhombres inhumanos dotados de aparato que ocupan el espacio desde lo más grande (como enormes Saturnos sobre la ciudad) a lo más pequeño (en el interior de una jarra de cerveza). Hombres-cámara que lo graban todo, en un torrente de imágenes sin narración ni personajes. ¿Película difícil? La de Vertov, evidentemente, lo es.
“El hombre del aparato” es un hito en la historia de la cinematografía no sólo por ser la antítesis del cine establecido por el modelo narrativo americano (en ese caso, también son hitos los filmes experimentales de Ferdinand Leger, René Clair o Luis Buñuel), sino también por proponer un modo de hacer casi religioso. En ese sentido el filme es un artefacto explosivo. La persecución de Vertov de la “Verdad del Cine” abre una senda que, desde entonces y en los márgenes, ha sido transitada por unos cuantos hombres-máquina, o mejor, hyponematas (Ángel Gabilondo, actual Ministro de Educación dixit) fílmicos que se autoescriben a sí mismos. Prótesis del orígen y tecnologías de la persona.
Pravda, la palabra rusa que designa el fenómeno de la verdad como des-ocultación, aparece tanto en Vertov como en el poeta suicida y contemporáneo Maiakovsky. ¿Qué es esta misteriosa Verdad perseguida? No es la adecuación al hecho, no es la objetividad de la visión: es la aparición del acontecimiento sin mediaciones. Es “lo que el ojo no ve”, y sí lo hace la cámara. Mística de la Técnica: Nuevo Mundo. Cine-ojo y Cine-verdad. La verdad materialista: nada tiene lugar sino el lugar.
Gestos Fundacionales II. Repeticiones.
Los “kinoks” son los seguidores de Vertov. En principio, Él mismo, su mujer, su hermano. El gesto subversivo es siempre una llamada a la gestación de la comunidad inconfesable. La repetición sintomática del trauma vertoviano se da en la mística bressoniana acerca del cinematógrafo como forma de vida y visión: la fuerza eyaculatoria del ojo y la verdad captada por la cámara dejada sola. Se itera en la vida y obra de Jonas Mekas quien, sin lugar en la tierra, habita el cine y filma su propia vida con el mismo método-río que usara Vertov, recuperando así el paraíso perdido. En Joris Ivens, que viajó por el mundo con su cámara filmando la verdad y acabó en China filmándose a sí mismo, buscando el viento en “Historia del viento”. En Jean Rouch y el afán etnográfico que también tiene aquí su origen igual que en Flaherty, y que muestra la verdad de una generación en su “Crónica de un verano”, donde el hombre-cámara (aquí el propio Rouch y Edgar Morin) es también parte de la realidad y no es ob-sceno. Y se reitera, sobre todo, en la obra de Godard: un pequeño gesto, una gran gesta la de, no sólo sacar la cámara a la calle o escribirse a uno mismo con ella, sino cederla, en continuísmo comunal, a los obreros, en todos los artefactos filmados por el grupo “Dziga Vertov” a finales de los sesenta y principios de los setenta. Y no digamos en su propia invención de la historia del cine, cámara de video mediante. Por último, cerrando este exiguo grupo de kinoks (hay más que no hay hueco para nombrar, pero el club es bien selecto), me gustaría mencionar a ese monje armenio cuya obra, montada de forma musical y metronómica, devota de la actitud religioso-fílmica de Vertov, ocupa apenas 200 minutos de metraje ¡en 40 años!: Artzivald Pelechian.
Todos ellos son los kinoks, los herederos de Vertov. Los habitantes de un territorio inexpugnable, redentor y utópico: el cine.
Coda 1.
Hitchcock confesaba a Truffaut que había dos tipos de cineastas. Los que venden trozos de vida y los que venden trozos de pastel. Él vendía inmensasn y orondas tartas. Vertov, con su torrente inaprensible, no creador de suspense sino suspendido, no vende nada. Lo que aparece en sus imágenes es, justamente y en sus propias palabras, “la vida de repente”.
Coda 2.
En “El cameraman”, película de Búster Keaton rodada dos años antes que “El hombre de la cámara”, tiene, además del título, una escena premonitoria: el personaje de la cámara, por error, ha montado locamente los planos que exhibe a los productores. Las imágenes, mágicamente, recuerdan a la película de Vertov, dos años antes. Imagen compartida, planos torcidos, montaje retrofuturista y acelerado. Los productores, esos Zukors, Foxes y Warners fabricantes de sueños, se tapan los ojos con los brazos: no soportan la visión de la verdad, des-ocultada, filmada.
El hombre de la moviola
Por: Marién Gómez
Es a partir de esta realidad, cómo los colores para el pintor, que el cineasta podrá crear su arte, el arte cinematográfico, que encuentra su especificidad a través del montaje.
Con este bellísimo experimento visual Vertov quiere hablar del papel del cineasta y dejar claro qué es el cine para él; y para Vertov el cine es puro montaje, un laborioso trabajo manual del cineasta con el celuloide, y horas y horas, en la solitaria sala de montaje. El camarógrafo se reduce a una simple silueta portadora de la cámara que registra las imágenes de todo lo que pasa “de repente”, el ojo que todo lo ve y puede recoger la realidad de manera objetiva. Una cámara a la que Vertov venera hasta el punto de darle en la imagen vida propia (con trucajes del montaje). La cámara lo capta todo y es tarea del montaje crear un lenguaje, una historia. Y esta es, como decíamos, una tarea manual y paciente de cortar y pegar, del mismo modo que una trabajadora empaqueta cigarrillos, la montadora manipula, da forma con sus manos al celuloide y ahí yace la naturaleza del cine. Para demostrarlo, A man with a cámera del 1929 no sólo nos mezcla el proceso de la creación y el resultado cinematográfico, hecho evidente en ese paréntesis de la narración en que literalmente vemos los fotogramas de celuloide, su manipulación y su resultado tras el proyector, sino que explota todas las posibilidades que el montaje de imágenes en movimiento puede ofrecer. Pantallas partidas, cámara lenta y cámara rápida, trucajes de la imagen e incluso oposición y asociación de conceptos para crear significado cómo la del cineasta artesano que aparece igualado al obrero de la fábrica.
El resultado es un baile frenético de imágenes que nos ofrece un bellísimo retrato documental de la ciudad y de la época; lo que podríamos asimilar a una sinfonía de San Petersburgo, cómo más adelante harían con Berlín o Niza autores cómo Ruttman o Jean Vigo. Y la referencia a la musicalidad no es trivial ya que realmente se produce la sensación de ritmo y rima, existe una música imperceptible a los oídos que envuelve todo el relato y que seguramente tiene que ver con la belleza de las imágenes y la poética que de ellas se desprende. Encontramos en cada plano un gusto extraordinario por la composición, muy influenciado por las corrientes vanguardistas de la época, que consigue imágenes que hablan por sí solas. Los primeros planos estáticos y estéticos sin movimiento son realmente bellos, así como la elección de planos cerrados, planos detalle que dan fuerza al objeto, contrastados con los generales de la ciudad en pleno bullicio trabajador. Todo se funde en un mismo sentido, y aunque abstracto, consigue una narración que fluye perfecta y cada vez más vertiginosa, cómo un día cualquiera, cómo la vida misma.
Y todo esto sin abandonar su principal objetivo que no es otro que hablar del arte cinematográfico. Una reflexión absolutamente metalingüística, que se convierte en una gran metáfora del propio cine y del papel del cineasta. Una declaración de principios que, de algún modo, no deja de ser una declaración de amor en muchos sentidos