martes, 8 de diciembre de 2009

Vértigo, 1958. Alfred Htchkock


Cerrando los ojos
Por: María López Villarquides

(Vertigo1, A. Hitchcock, 1958)
“No me acordaba, pero tengo vértigo”, asegura el personaje de César a los aproximadamente 108 minutos de metraje de la película Abre los ojos (A. Amenábar, 1997). No es casual que se halle al borde de una altísima azotea de los
Nuevos Ministerios, en Madrid, a punto de saltar al vacío para cometer suicidio. Suicidio creativo, sin duda, el del responsable de aqueste producto de la cinematografía patria de finales de milenio, el cual en mitad de la acción, ya osaba ubicar al personaje interpretado por Penélope Cruz (supuestamente rescatada “de entre los muertos”) en medio de una reconocible nebulosa verde, avanzando desde el marco de una puerta hacia el héroe, para fundirse con él en un beso apasionado que queda registrado en una secuencia de cámara girando alrededor de ambos. Copia indecente y además reconocida, sin vergüenza alguna por parte del responsable director, en declaraciones para alguna entrevista, en algún momento. Para John “Scottie” Ferguson (el héroe acrofóbico de la película de Alfred Hitchcock que sirve de excusa para estas líneas) la angustia respecto a su obsesivo objeto de deseo encarnado en Madeleine, no nace del empeño por descubrir la verdad acerca si ella está muerta o no, como sucede en la película de Amenábar, sino del intentar recuperarla a toda costa (puesto que se sabe testigo “real” de la muerte de la misma) por medio de vestidos, maquillaje y peluquería aplicados a otra que se le parece bastante. Los esfuerzos del personaje culminan en desgracia y el tono definitivo del film de Hitchcock es por tanto siniestro2: realidad y posibilidad, racionalidad y fantasía se confunden en un argumento literario, que gana intensidad y se reafirma gracias a los efectos visuales para su adaptación a la gran pantalla. La Historia del Cine engrosa con esta obra su lista de grandes logros, piezas artísticas que transmutan en clásicos con el paso del tiempo, y cualquiera, bajo la excusa de un estúpido homenaje, puede hincarle el diente, despedazarla y servirla en bandeja de cartón al público virgen que, si acaso no ignora la existencia del “padre”, seguro que va a adorar ciegamente las trampas y robos del “hijo”. Dejando a un lado las reivindicaciones y constatación de injusticias, diríase que Vertigo cuaja cómodamente en la retina del espectador, por el ejercicio visual que propone para dar forma a la rocambolesca historia en que se basa; un marco apropiado, una elección inteligente: si lo que se quiere contar son las obsesiones oníricas, servirse por ejemplo de la animación psicodélica; en caso de idealizaciones, filtrar la escena con colores saturados, por el poder simbólico que pueda tener una determinada gama cromática; para estados de ansiedad y desesperación, los contrapicados más abruptos… y así hasta el final de la obra, por la que quizás haya alguien que aún se esté revolviendo en la tumba, visto lo visto años después.

1* Basada en la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, Sueurs froides: d'entre les morts, (1954).
2* Aplicamos aquí exclusivamente la connotación propuesta por Eugenio Trías en su ensayo Lo bello y lo siniestro (Barcelona, Ariel; 1988): “Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación… Lo siniestro se revela siempre velado, oculto, bajo forma de ausencia, en una rotación y basculación en espiral entre realidad-ficción y ficción-realidad que no pierde nunca su perpetuo balanceo”.

(ESPACIO DE PUBLICACIÓN: Comentario al clásico, dentro de un artículo dedicado a plagios. Revista especializada.)

El vértigo en imágenes
Por: Mariana Dornelles

La vida del detective Scottie Ferguson (James Stewart) seguía tranquilamente, entre el trabajo en la policía y las charlas diarias con su amiga y sastra Midge (Barbara Bel Geddes). Hasta que un día, durante una operación de trabajo, es testimonio impotente - colgado en el borde de un edificio - de la muerte de un compañero de turno, que desciende en caída libre hasta la calle, delante de sus ojos. Para Scottie, es el inicio de una pesadilla: una acrofobia prácticamente irreparable, que pasaría a atormentarlo de forma constante con la sensación de inestabilidad y
movimiento rotatorio de su cuerpo, con la sensación inevitable de vértigo en las alturas. Para Alfred Hitchcock, en lugar de pesadilla, este trastorno de equilibrio sería el tema perfecto para una película, absolutamente traducible y representable por imágenes. Y fue lo que hizo en Vértigo (1958), una adaptación de la novela Sueurs froides: d'entre les morts, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, cuya trama se desarrolla a partir de este incidente en la vida de Scottie. Las primeras representaciones visuales de la sensación de vértigo ya aparecen en el principio de la película, durante los créditos, cuando Hitchcock incluye una serie de elementos gráficos que se mueven de forma circular y espiral, un detrás del otro, como si se autoreprodujeran e invitaran el espectador a entrar en la película, como si lo hipnotizaran. Al mismo tiempo, adelanta el principal origen del aturdimiento del protagonista: la belleza de Madeleine (Kim Novak) y la hesitación de sus ojos, que lo embriagan y lo aturden. Luego en el inicio de la trama, el director utiliza otra forma de representación del vértigo – la más directa de toda la cinta –, por medio de la imagen subjetiva de Scottie en el momento de la caída de su amigo, desde el alto del edificio. Aquí, el espectador se siente como el protagonista, mirando la calle y las ventanas de las edificaciones desde arriba, con la sensación de inestabilidad provocada por la cámara, en un movimiento que reproduce la sensación de mareo. Esta escena se repite a lo largo del filme, siempre que Hitchcock desea recordar al espectador de los efectos del vértigo y la causa inicial de este trastorno al protagonista. De forma más sutil, Hitchcock también relaciona este trastorno a la apariencia de Madeleine, más específicamente a la forma de su moño: un espiral que también hipnotiza, perturba e inestabiliza quién lo ve. Se convierte en el símbolo de la pasión y atracción que Madeleine ejerce sobre Scottie. El vértigo aparece también, de forma no visual, en la trama de la película, que se desarrolla en movimientos repetitivos y circulares, a partir de la relación de Scottie con Madeleine Elster y Judy Barton (Kim Novak). La pasión del protagonista por Medeleine le obsesiona de tal forma que se ve obligado a recrear su amor – después de un supuesto suicidio –, transformando Judy en su primero objeto de deseo, repitiendo las mismas ropas, el mismo pelo, el mismo color de los labios. Y la tragedia se repite, convirtiendo la vida de Scottie en un ciclo repetitivo. Al final, el espectador también se siente así, presenciando imágenes y acontecimientos reincidentes y circulares, que adquieren más velocidad al final. Es la exacta sensación de espiral provocada por el vértigo, mostrando, otra vez más, que Hitchcock es insuperable en la representación figurativa, en la plasmación de conceptos en imágenes.

La forma como protagonista

Por: Marién Gómez

Del negro, aparece un rostro fragmentado, sin expresión. Zoom a los labios, que pasan a ocupar toda la pantalla, dispuestos a contarnos una historia y, poco a poco, subimos por la nariz hasta llegar a los ojos que expectantes quieren presenciar lo que sigue. De nuevo, un zoom a uno de los ojos sobre el que aparece el nombre del creador, Alfred Hitchcock, y del que luego sale el nombre de la película, Vértigo. Acto seguido entramos literalmente en ese ojo, en esa mirada, y dentro un baile de formas, hipnótico y delirante, nos atrapa. Espirales, colores fríos, formas que van y vienen. Finalmente salimos del delirio y volvemos a encontrar ese ojo que nos recuerda que es de Hitchcock. Se funde a negro, y empieza la película.

Alfred Hitchcock, sin lugar a dudas, era un genio del arte cinematográfico, carismático y particular, pero sobretodo era un director con una larga experiencia en el cine y con un gran conocimiento del lenguaje cinematográfico. Vértigo corrobora esta figura totémica dentro del cine, pero es particularmente especial ya que en el año 1958 plantea elementos que serán claves en el cine posmoderno.

Vértigo, con su afán de saltar a la posmodernidad, es un viaje sensorial con el que nos adentramos en la mirada de Hitchcock que persiguiendo su ideal de “cine puro”, un cine de la imagen, nos construye una narración basada en la forma. Todo empieza y acaba en las formas, en las espirales que, más allá de su representación evidente en la imagen, también determinan el carácter de los personajes y el desarrollo de la narración. A Scottie se le encarga perseguir a una mujer a quien Hitchcock convierte en pura forma, en un perfil, una espiral de pelo rubia. Y tanto es así que esta figura adquiere un aire fantasmagórico; Madeleine es un fantasma en muchos sentidos y esto se anuncia en la primera aparición del personaje: de perfil, aislada de un fondo (que no son más que colores) y literalmente flotando hacia la salida del restaurante. A partir de ahí, Scottie se obsesiona primero, y se enamora después de una forma, de un perfil que después hará que la reencuentre en Judy a quien dará forma hasta convertir en Madeleine.

Y esta obsesión formal también determinará los elementos narrativos y toda la puesta en escena de la película. Por ejemplo, convierte el clásico plano-contraplano en un plano perfil- plano reojo, en el primer encuentro entre los dos protagonistas. O a nivel de puesta en escena, buscará constantemente el perfil de la chica, aunque haga inverosímiles las situaciones. Hace que conduzca Madeleine y así encuentra des del punto de vista de Scottie el anhelado perfil, o crea una extraña puesta en escena cuando Scottie acompaña a Judy a casa para reencontrar ese perfil a contraluz en una habitación curiosamente oscura. Y sin embargo, funciona. Porque Hitchcock nos hipnotiza magistralmente, nos mete en su ojo, y todo nos vale. Entramos en un juego de colores, formas y espirales que aceptamos hipnotizados, cómo haremos más adelante con autores cómo David Lynch, donde la narración queda a la sombra de formas y fantasmas.

Des del clasicismo hollywoodiense, Hitchcock dinamita sus propias bases y las transgrede. Vértigo sigue siendo Hitchcock con el tema del falso culpable, o con el guiño al espectador resolviéndole la trama mucho antes que al protagonista, pero construye una película muy conceptual que lanza ya varias líneas al cine que vendrá. Vértigo es un viaje que usa las formas para apelar a los sentidos. Y lo brillante de este genial director es que todo esto que vemos desarrollado en la película, ya nos lo ha anunciado en los títulos de crédito.

La mujer no existe (es un síntoma del hombre)

Por: Julius Richard

“La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país.” Edward Bernays, “Propaganda”

Inventor de la disciplina de las relaciones públicas y culpable de hacer de las mujeres adictas a la nicotina y de los niños comedores de jabón, Edgar Bernays era, además de muy avezado y un tanto cínico, sobrino de Sigmund Freud. Alfred Hitchcock, un tanto avezado y muy cínico, llevará la teoría de la propaganda y el psicoanálisis a la práctica cinematográfica, consolidando así una forma propia de entender el cine y un fenómeno perverso-pedagógico sin parangón. Porque, como decía Él Mismo, “este condicionamiento del público (dominación de su conciencia) es la base misma de la creación del suspense”. Es por ello que los vínculos no son azarosos, y es por ello que este texto se verá salpicado de palabros procedentes de la teoría psicoanalítica (como polimorfo perverso,objeto a o el símbolo $) que esperamos no hagan la lectura del mismo más farragosa de lo que debiera.

El cine de Sir Alfred es una repetición traumática con variaciones. Así, muchas de sus primeras obras caen bajo la temática del “falso culpable” y “la caza al hombre”, temas recurrentes de su filmografía británica y de parte de la americana. En ello se ve un trasunto del acomplejado sujeto freudiano, asediado por los fantasmas del pasado o un sentimiento de culpabilidad del que desconoce el origen. La trama, como la cura psicoanalítica, es el trabajo y el viaje por lograr el sentido, la cadena significante o el orden simbólico. Sin embargo, y evolucionando a la par que la propia teoría (de Freud a Lacan), el cine de Hitchcock tomaría un rumbo, si cabe, más psicológico, sobre todo a partir de 1944, cuando rueda “el primer film de psicoanálisis de la historia”, la fallida “Recuerda”, que ha pasado a la historia más por la exigua participación de Dalí que por su propia valía. (Orto del thriller psicológico que han continuado Polanski, De Palma, Lumet, o los telefilmes basados en hechos reales, y del que “Psicosis” (1960) es el más afamado ejemplo.) Así, en la década de los 50, algunos de los trabajos de Hithcock proponen un estudio de lo que vamos a llamar, con Lacan, el sujeto roto: $. Su ejemplo más famoso (sin duda en cuanto a la crítica cinematográfica toca) es “La ventana indiscreta”. En él, James Stewart aparece como un trasunto delvoyeur o el mirón, que es, no sólo un trasunto del propio Hitchcock, sino una metáfora de la posición del cinevidente en la obscura habitación. El personaje de Stewart es ya un tarado paranoico que niega una realidad para situar una fantasía ideológica en su lugar: la ventana o pantalla o espejo (disyunciones no excluyentes) sobre la que su imaginario se desboca. Dibuja así el esquema de la formación del sujeto en Lacan: un tipo que necesita absurdamente a un Gran Otro (papá, trabajo, amor cortés…), un Orden Simbólico. Y éste es el del adulterio y el crimen como forma de lo social. El falocratismo misógino del que Sir Alfred es un adalid y del que sus filmes hacen espectáculo y, a veces, dinero.

“Vértigo”, que lleva el subtítulo “de entre los muertos” (y que sólo cubrió los gastos siendo por ello un fracaso), va más allá de la semiótica de la mirada perversa para introducirse en el análisis del amor en el $. Es un terreno fecundo en el que germinan, de forma inconsciente, las ideas de Hitchcock, ese terror de las rubias, sobre el amor entre un hombre y una mujer. Es sabido que esta era una historia escrita muy especialmente para Sir Alfred por los autores Boileau y Narcejac, y que la Paramount la compró en seguida para ese fin. Y que, exceptuando algún problema de verosimilitud, algo que normalmente no quitaba el sueño a Hitchcock, es una de sus películas favoritas.

$tewart, que con Capra dibujaba al americano medio y con Mann al hombre-hecho-a-sí-mismo, representa con Hitchcock al polimorfo perverso. En “Vértigo”, es un hombre que primeramente ha perdido toda ligazón con su realidad al perder el trabajo por causa de una incipiente acrofobia. Deslizado en la inopia, se le ordenará un trabajo subrepticio: perseguir a la mujer de otro hombre. Repitiendo casi idéntica posición a “La ventana indiscreta”, $tewart 1 (John / Johnnie) seguirá a la mujer desde el coche y desde lejos (en una premonición de lo que es un no-lugar pos-moderno (¡en 1958!)). En toda la primera parte, la persecución permite a $tewart 1 perfilar una imagen especular de la mujer a la que sigue (en planos distantes y auráticos donde el rostro parece acuñado en una moneda, falsa-indistinguible: objeto a que dipara el goce,como un McGuffin): Madeleine (Kim Novak), que es una persona sin identidad, enlazada con el personaje de un cuadro con el que se identifica fantasmáticamente. $tewart 1 salvará a Madeleine/Carlota y pasará a ser $tewart 2 ($cottie), e intentará hacer las veces de analista, hasta prometerle “que hay respuestas para todo”. Enamorado de una no-persona sobre la que ha volcado todo su deseo ciego, $cottie es el común de los hombres: le vuelve loco el cuerpo de la mujer de otro. Con la muerte de Madeleine/Carlota, y vuelto a perder el Orden Simbólico que lo sustentaba, $tewart (Johnnie/Scottie) entra en el estado psicoanalítico que debía sentir Hitchcock cuando observaba a sus compis de cole o cuando su padre hizo que lo encerraran cinco minutitos en una celda: melancolía aguda y complejo de culpa. “Es lo que les pasa a los niños malos.”

La segunda parte del film es la reconstrucción de la mujer imposible. Si la primera Madeleine no existía por méritos propios y porque $tewart 1 se la había imaginado, la segunda no existe porque $tewart 2 no puede verla: en un proceso obsesivo-compulso y necrofílico, transforma a Madeleine 2 (Judy) en Madeleine 1, disfrazándola de tal forma que los cuerpos, las imágenes, sean analógicas. Monstruosidad del Amor: “¡Sí que sabe lo que quiere!”, le dice la dependienta a un $tewart que se relame, viendo cómo los vestidos hacen a la mujer que desea.

Pues, “Vértigo” no es sino una explicación del amor masculino, pero de cierto amor: de aquel que busca “mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en prostitutas en el dormitorio”. Así, se puede seguir el circuito del deseo masculino como un goce que da Forma, como un Significante Amo. Es por eso, en este sentido, que la mujer no existe. Es sólo una fantasía del deseo masculino. El goce, en sí una inmensa nada que fluye libre, cumple aquí el papel que en las demás películas cumple el McGuffin, un objeto intercambiable que hace que circule el deseo de los personajes y así avance la trama. Por ello, “Vértigo” es una película más depurada, en la que la Forma tan querida por Hitchcock llega casi a los niveles del pensamiento: “una forma que piensa”, dice Godard.

$tewart sacrifica todo a su propio deseo, así la realidad así sendas Madeleines. De tal forma, ni Johnnie ni $cottie ven nunca a mujer ninguna: lo Real (la mujer que en verdad no merece ese nombre sino cualquier otro a poder ser de su propia invención), es lo que $tewart o Johnie o $cottie se escamotea, implantando una fantasía, una imagen, una mentira: la mujer que el quiere cuidar y proteger, que no existe. Muertas ellas, se resuelve el hechizo, y desaparece el vértigo.

Finalmente, se diría, el verdadero McGuffin, no un objeto/fetiche, es el cuerpo de Kim Novak (¡lo Real!: no Madeleine o Judy). Cuerpo no de mujer sino de persona. Cuerpo que la mirada del hombre trocea con su deseo. Una cabeza, una mano, un trasero, una guedeja rubia. El ideal de la puta de Hitchcock repetido en cada uno de sus filmes. Es sabido que aquí quería a Vera Miles, pero esta se transformó en madre y entonces Sir Alfred “perdió el interés”. Es sabido que Kim Novak no llevaba sujetador, que en la primera escena $tewart, en la tienda de su amiga/madre, cuyo deseo o feminidad no existe, ve uno rosa y se espanta. Lo Real del cuerpo de la mujer aparece en un objeto repugnante. Lo Real de Kim Novak es Kim Novak: la que Hitchcock rechazaba, pero el bueno de Andrés Cacicedo (poeta de Cali que decía que vivir más de 25 años era una vergüenza, y cumplió…) convirtió en su Mujer Ideal, pegada en la pared, “pasional y salvaje”, que diría Truffaut. Porque la mujer no existe, ni la de Hitchcock ni la de Cacicedo, lo que existe es Kim Novak, o mejor, sus tetas sin sostén (objeto a): lo Real Imposible, sin el sujetador del Gobierno Invisible.

Pd. Un apunte sobre el falocratismo cinematográfico. La mujer no existe, es un síntoma del hombre, puede repetirse como: la historia del cine no existe… Habría que preguntarse por qué, si no, hasta Agnes Vardá o Chantal Ackerman, la única mujer cineasta es Leni Riefenhstal.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Metrópolis, 1926. Fritz Lang


Metrópolis

Por: María López Villarquide


A ciencia cierta, resulta osado determinar cuáles fueron las verdaderas intenciones de los creadores de Metrópolis, en el momento de su estreno, haciafinales de los años veinte en Alemania: una historia de “diferencias”, de clases

sociales enfrentadas e incomunicadas, de trabajos forzados, religiones y credos circulando bajo tierra (literalmente), explotación, ideas futuristas, diseños arquitectónicos modernos y largos minutos de metraje para contarlo (nada menos que 210 en su formato original). Hablar de Metrópolis es, por consiguiente, teorizar ociosamente sobre lo que no se conoce con certeza, pero que ofrece múltiples posibilidades de interpretación. No será el caso de las líneas que siguen: esta propuesta crítica se decantará por aspectos más formales, al alcance de cualquier

espectador. Véase el primer ejemplo a tener en cuenta: la grandiosidad de ambientes recreados. Cuentan las biografías que Fritz Lang, hijo de un arquitecto, se inició en la materia sin llegar a terminar los estudios; asimismo, la sabiduría popular nos enseña que “quien tuvo, retuvo” y por eso cada rincón de la metrópolis recreada en

los decorados del film, resulta tan estudiado y perfecto, como surgido de la mente de un especialista en proyectar edificios. El espectador se sorprende ante el juego de perspectivas y años más tarde, muchos serán los que se inspiren en dichas imágenes para recrear sus propios decorados en películas que divaguen sobre el

futuro. Siguiendo esta línea de análisis, conviene detenerse en la caracterización de los personajes, todos ellos llevados al extremo de sus rasgos físicos y morales, como pretendiendo hacer obvio a los receptores de la historia, que no es éste un cuento sobre individuos con problemas personales o inquietudes insatisfechas, sino

de estereotipos, de iconos esperpénticos que simbolizan a colectivos: los grandes explotadores que controlan los avances técnicos y el poder económico; los obreros silenciados, que encadenan jornadas de diez horas laborales a ritmo mecánico y deshumanizado; la voz redentora de la religión: la virgen María que llena de esperanza los corazones de los peones, para movilizarlos hacia un cambio en el injusto orden establecido y, por último, la ciencia sin escrúpulos que no cesa en su empeño de avanzar en sus investigaciones, sin importar cuantas víctimas encuentre a su paso, que logra emular al creador, “creando”, de hecho una máquina de aspecto humano, cuya actividad no será otra que la de conducir a la masa de obreros al desastre.

Buenos y malos, por tanto, en un entorno de perspectivas sugerentes. El caos se desata, el obrero se deja manipular por el robot que ha sido ideado con fin último de someterlo, disfrazado de dogma de fe religiosa… y el “mediador” acaba mediando, efectivamente, para que mano y corazón funcionen con sentido. Es la Metrópolis que describió Thea von Harbou y realizó Fritz Lang. Ellos hubieron de entenderse para llevarla a las pantallas y el resultado es cuando menos, provocación para el espectador de éste o cualquier otro siglo que haya sido. Se seguirá investigando al respecto.


(MEDIO DE PUBLICACIÓN: Revista especializada. Espacio sobre clásicos del cine

reeditados.)



Experimentos de ciencia ficción

Por:Mariana Dornelles


Metropolis es una ciudad moderna, dominada por rascacielos, innumerables coches, aviones particulares y un paisaje cubierto de luces y mensajes visualmente estimulantes. Podría ser la descripción del aspecto contemporáneo de Tokio o New York, pero fue la apariencia imaginada en 1926 por el director alemán Fritz Lang para una ciudad futurista llamada Metropolis. En un innovador ejercicio de ciencia ficción, Lang construyó una película basada en la vida en esta gran ciudad en el año de 2026, en que varias dicotomías se entrecruzaban: luces/máquinas, superficie/subterráneo, adinerados/obreros y placer/trabajo. En este mundo imaginario, Lang previó una ciudad absolutamente dependiente de la tecnología industrial, que fornecía la energía necesaria para mantener las estructuras de la urbe vivas e iluminadas. Sin embargo, la película enfatiza el lado perverso de esa lógica, ya que para hacerla funcionar era necesario explotar de manera despiadada la mano de obra de los trabajadores, que cumplían jornadas de 10 horas diarias en el subsuelo de la ciudad, en contraste con el mundo de los placeres vivido en la superficie, donde se encontraban los beneficios de la era industrial.

Tal procedimiento – conducido por el director de Metropolis Joh Fredersen (Alfred Abel) – es cuestionado por su hijo Freder (Gustav Froehlich), quien desarrolla una especie de consciencia social después de tener contacto con la realidad de los trabajadores. Con la ayuda de María (Brigitte Helm), una mujer que predica el cambio a los obreros después de la llegada de un mediador, Freder intenta provocar cambios en esta estructura. Sintiéndose amenazado, el dirigente Fredersen recurre, otra vez más, a los recursos tecnológicos. En este momento, Lang introduce una de las figuras más importantes del mundo de la ciencia ficción, que es el científico loco, representado por Rotwang (Rudolf Klein-Rogge). Rotwang es caracterizado como un hombre obsesionado con la idea de fabricar un robot para recrear Hel, su gran amor – y, a la vez, proyectar el hombre del futuro, el hombre máquina imposible de ser distinguido del hombre normal. Su locura es representada por expresiones exageradas, pelo desordenado, mirada endemoniada y una sonrisa que mezcla miedo y astucia. Además lleva una mano mecánica – utilizada por otros cineastas, como Terence Young en Dr. No, y Stanley Kubrick, en Dr. Strangelove –, que reemplaza una mano perdida en un experimento científico. Vive en una casa/laboratorio en el medio de la ciudad, olvidada por los

siglos y por el desarrollo urbano, con puertas que abren y cierran solas y repleta de pentagramas – comúnmente asociados a ritos satánicos o alto conocimiento científico.

Otro punto alto de la película es el momento de la transformación de María en mujer robot. Ambientado en un laboratorio repleto de mandos eléctricos, líquidos hirvientes y tubos de ensayo humeantes, este proceso es caracterizado por una secuencia de arcos luminosos que transfieren la apariencia de María al robot, creando uno de los robots más conocidos de la historia del cine.

Al representar un mundo futurista y un ambiente relacionado a las invenciones tecnológicas, Metropolis se convertió en una referencia de la ciencia ficción, un género que generalmente especula sobre la respuesta humana a los cambios científicos y tecnológicos, proponiendo una reflexión sobre su impacto en la sociedad. En este sentido, Lang presenta una visión pesimista en Metropolis, ya que la supremacía de las máquinas y de la tecnología sobre otros valores, como el humanismo o mismo el amor – personalizado en la figura de Freder –, genera una

situación de diferencias sociales o de amenaza al sistema, como por ejemplo con la llegada de un robot que predica la destrucción de las máquinas.

El debate sobre el carácter intrínsecamente bueno, malo o neutro de la tecnología es todavía recurrente y el cine de ciencia ficción sigue produciendo películas que producen reflexiones sobre el tema, ¿la tecnología es buena o mala por si o depende del uso que se haga de ella?



Fábula futurista.

Por: Iván Carpio


Intensos haces de luz apuntan hacia la noche. Fluidas plataformas por las que se deslizan trenes y automóviles. Excitados neones reflejan su eléctrica inquietud sobre inmensos rascacielos de cristal. Metrópolis, año 2026. Cifras de superproducción para esta mítica película dirigida por Fritz Lang. Más de 300 días de rodaje, un total de 36.000 extras y un presupuesto de casi cinco millones de marcos alemanes. Una auténtica fortuna (hablamos de 1926) concretada en las fascinantes visiones de la ciudad del futuro. Éxtasis onírico de desarrollo y tecnología, sus ambientes han sido recuperados en multitud de ocasiones. Sirvan como ejemplo las sofisticadas imágenes urbanas de 2046 (Wong Kar-Wai, 2004). Metrópolis es el sueño de ambición del empresario Joh Fredersen (Alfred Abel). Paraíso de éxito y progreso, es la ciudad de los elegidos por el capital. Sentado en la butaca de su despacho, Fredersen admira el fulgurante resplandor de sus dominios. Metros bajo tierra se esconde la oscura

máquina que alimenta todas sus necesidades: un resignado ejército de obreros que solo encuentra consuelo en las conciliadoras palabras de la dulce María (Brigitte Helm). Freder (Gustav Fröhlich), hijo de Joh Fredersen, es atraído hacia las profundidades por los sinceros ojos de María. Conmocionado por la verdad y el dolor ajeno, se enfrenta a

su padre. Mientras tanto, el científico Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) trabaja en la creación de una mujer robot que acabará desatando la tragedia. Fábula futurista de mil y una lecturas, la clave alta de Metrópolis se sitúa en su rotunda puesta en escena.

La constante oposición entre el esplendor de la superficie y su sombrío paralelo subterráneo se traduce en los colosales decorados y en la expresiva caracterización de los personajes. La entonces novedosa utilización de efectos especiales y la monumentalidad requerida en toda gran producción componen junto a la sensibilidad

cinematográfica de Lang, siempre atento a la gestualidad de los actores o a los valores de la iluminación, una estética brillante. Visualmente compleja y sugerentemente poética, la película adolece sin embargo de una considerable debilidad narrativa en el guión. A excepción de la versión cyborg de María, diabólica y apocalíptica, el resto de personajes carecen de un sustento sólido. Sin trasfondo psicológico, se comportan a partir de una irritante impulsividad siempre en un marco ambiguo de pensamientos y emociones. Desprovistos de cualquier signo de individualidad, son sometidos al mensaje que se esconde tras sus acciones. Más allá de las implicaciones sociopolíticas del argumento o del peso en la autoría de Thea Von Harbou, futura integrante del partido nazi, la cosa podría haberse manejado con mucha más elegancia. La trama, rayando lo naif en ocasiones, se hace tremendamente pesada. La ausencia de un protagonista fuerte, un planteamiento demasiado largo y una tensión nunca acumulada, hacen que el espectador esté más que aburrido cuando explota la acción. El final es simplemente insostenible. Suerte desigual para una película incompleta que si se abre paso en el tiempo es gracias al sugerente poder de sus imágenes. Hizo lo correcto el propio Lang cuando, aun asumiendo su responsabilidad, se descolgó de laproducción de Metrópolis. Seguramente acertó también al divorciarse de la Von Harbou.


Fatal Fritz: Bienvenidos al desierto de lo real

Por: Julius Richard

Metrópolis es un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril.

Este titular, que nos lo concede El Crítico ya aposentado y con contrato editorial, nos resume la habitual reacción frente al film de Lang. La candidez argumental, que nos invita a la creencia (des)corazonadora en la mediación entre el Cerebro y la Mano, no puede menos que sonrojarnos: Freder Fredersen, el hijo mimado del Amo Capitalista Joh Fredersen, conoce las penurias de la clase obrera que habita en lo profundo del subsuelo y decide, con ayuda de María, una baby-sitter pacifista que sermonea a los obreros en una capilla acerca de la llegada del Mediador, salvarlos de su infausta y depauperada situación. Rotwang, el judío-técnico que en su momento se enamorara de la mujer del Amo Capitalista –muerta al dar a luz a Freder, pero que Rotwang ha transformado en Ser-Máquina-, tratará de engañarles a todos, dando el cambiazo de María por su Ser-Máquina, tornando a la Vírgen en Puta y el discurso pacífico en uno pro-extinción. Finalmente, desenmascarada la trama y en una rocambolesca escena, Freder y María conseguirán el ansiado apretón de manos entre el Amo y los obreros, que restablece el orden y funda sintéticamente una nueva situación de armonía social.

Por todos es sabido que Fritz renegaba del guión que la por entonces su mujer Thea von Harbou –ulterior seguidora nazi- había pertrechado. Más allá de la obsesión germana por la “mediación”, trastorno que tiene su origen en el idealismo de Hegel, Fichte y Schelling, la de Fritz es la posición de Schopenhauer: frente a la dialéctica de la superación, el fatalismo de la existencia.

Metrópolis, más que por la panfletada que menciona Gubern, es y será recordada por ser la primera película de ciencia ficción mítico-épica, fundando un género que ha sido y es transitado aún hoy (los casos ejemplares son Blade Runner y Matrix). Como película que representa la decadencia del expresionismo alemán –en un salto de lo pictórico a lo arquitectónico analógico al de Malevitz y el suprematismo nihilista soviético (otra forma de fatalismo)-, Metrópolis evidencia igualmente las altísimas cotas de modernidad que el cine mudo estaba alcanzando, cotas que quizá serían anuladas de cuajo por la inmediata llegada del sonoro: pensamos en películas como Amanecer de Murnau, Napoleón de Gance o La caja de Pandora de Pabst, por citar algunos filmes que, a finales de los años 20, dibujaban una profunda evolución en el quehacer fílmico y el desarrollo de sus posibilidades.

La de Lang, una producción que le salió a la UFA por cinco millones de marcos y casi le llevó a la bancarrota –obligando a Lang y su productor Erich Pommer a salir de la productora que, poco después, acabaría haciendo películas al mismo tiempo que Krupp fabricaba armamento militar: tiempos del cine-fábrica y el director-obrero- es una película mutilada por la historia. No sólo en la práctica, con la pérdida de casi una cuarta parte del metraje y sus múltiples versiones, hasta que Pattalas consiguiera la edición más cercana a la original. Sino también en la teoría. La crítica ha denostado frecuentemente Metrópolis como un film fallido, ingenuo y aburrido. Los defensores de Metrópolis han acabado siendo los discotequeros como Giorgio Moroder (que hizo una versión coloreada de unos 80 minutos), los ciberpunks lectores de William Gibson o los tecnócratas de Detroit, que han hecho una versión musicada por el dj Jeff Mills.

Pero lo que esa prótesis que es la memoria no olvidará son ciertas imágenes que Lang propone: los obreros en las fábricas, la fábrica como un Moloch gigante, María perseguida por la linterna de Rotwang, el baile esquizo de Maria 2, la leyenda de Babilonia… Inolvidables imágenes logradas por el arquitecto Lang y sus adláteres Freund y Schüfftan, y un sinfín de hallazgos técnicos. Por que Metrópolis es sobre todo eso: un ejercicio de arquitectura experimental, un libre hacer de la fantasía. Sabemos que el origen del escenario –Gran Personaje- lo encuentra Fritz al toparse con el skyline de New Cork, imaginándose qué vida habitaba en el interior del monstruo metropolitano.

El fatalismo de Fritz, que le hizo permanecer incólume toda su vida, le permitió ser un autor dentro de la industria y la política de los géneros y las estrellas de Holywood, tras su huída en 1934. Lo empujaba un férreo y atroz individualismo. Supo vérselas con el negro, con el western, con el cine de aventuras, el thriller psicológico. Y salió, si no indemne (Secreto tras la puerta, Más allá de la duda), sí bien parado: Sólo se vive una vez, Los sobornados, La mujer del cuadro, Perversidad, Los contrabandistas de Moonfleet… Por ello la Nueva Crítica –en palabras de Roland Barthes- supo apreciarle. Por ello Godard le dio el papel de director de cine en El desprecio, introduciendo al Productor y a la Gran Actriz en un coche y tirándoles al agua.

Porque Fritz, desde un principio, siempre estuvo solo y errátil. Solo con su destino: “poder real, llámese dictadura, ley o sindicato del crimen. Se trata de la voluntad de salvaguardar la individualidad y es importante luchar para conseguir el triunfo.” Fatal Fritz, este realizador que pinta y construye gris sobre gris, nos dice lo que Morfeo le dice a Neo al despertar a la realidad, observando un Chicago en ruinas tras una guerra nuclear en Matrix. Mira esos rascacielos y –fatalmente- piensa: esos edificios son ruinas que crecen hacia arriba. Nos mira y –fatalmente- nos dice, guiñando el ojo al otro lado del monóculo: Bienvenidos al desierto de lo real.



La(s) Metrópolis de Lang

Por: Anna Jiménez

Alemania, Enero de 1927.

Fritz Lang estrena su
Metrópolis por fin. Ha costado un año y cinco meses de rodaje de entre ocho y doce horas diarias, más de treinta y cinco mil extras tiranizados pasando frío en un antiguo hangar de zeppelines, el estrés crónico del equipo técnico ante los continuos cambios y las tomas filmadas mil veces y un presupuesto desorbitado que ha dejado temblando las arcas de la productora. Pero exactamente… ¿qué ha estrenado Lang?
Hay una
Metrópolis de marcado carácter nazi, donde el pueblo alemán es un obrero avasallado por una Europa que le ha ganado la guerra y que espera impaciente a que un mediador (o Führer) le devuelva la dignidad perdida. En esta ciudad nacional-socialista la virtud germánica lleva nombre de mujer (María), la maldad es científica y judía y la lujuria afrancesada baila el Charleston. Y sin embargo Lang firmó cuatro películas claramente anti-nazis entre 1941 y 1946.
Hay una
Metrópolis de izquierdas, incluso comunista, donde el pueblo oprimido es ofrecido en sacrificio a la Gran Máquina por las clases burguesas, no dejando más camino que el de la revolución. Y sin embargo vemos que esa turba proletaria lucha por la justicia social con las uñas y los dientes de una femme fatale que los manipula a su antojo, siendo finalmente peor el remedio que la enfermedad. Además, el único trabajador que consigue librarse de su esclavitud y de su número (el 11811) se va derecho a los burdeles y a la mala vida dejando la causa proletaria para otro más fresco.
Hay una
Metrópolis canto del cisne del cine expresionista alemán, donde las luces y las sombras esconden los misterios de la ciudad. Y sin embargo los personajes son planos, los sentimientos cuadriculados y la Naturaleza no es más que un jardín artificial.
Hay una
Metrópolis avanzada y futurista, donde la tecnología y la ciencia se dan la mano para mayor gloria del hombre (del señor Frederer concretamente). Y sin embargo ese mundo moderno se ha construido con la carne y los huesos de miles de hombres explotados sin compasión, donde uno se pregunta si realmente valió la pena pagar el lujo con sangre.

Pero, ¿cuál es la verdadera ciudad? O tal vez ni siquiera importe. Tal vez solo sea una bonita historia de amor entre dos jóvenes, tal vez es la historia de un Pigmalión científico que se enamora de su Galatea robótica, o tan solo un relato generacional sobre un padre absorbido por su trabajo y un hijo que descubre que el mundo es algo más que la burbuja en la que ha vivido. Son muchas Metrópolis las que se esconden en esta ciudad, nunca sabremos cual era la de Lang.

Solamente podemos preguntarnos cómo sería la ciudad si la dulce Hel viviera todavía.


Metrópolis, un viaje a un futuro pasado...

Por: Marién Gómez

Metrópolis de Fritz Lang es una película que, en el primer contacto, no puede evitar producir un sentimiento extraño en el espectador, entre el rechazo y la atracción, que hace que sea difícil una valoración clara sobre lo que acabamos de presenciar.

Una historia claramente alegórica del fascismo en que el Furher salvador se alza cómo indiscutible héroe de la película, unos personajes estereotipados incapaces de crear con el espectador ningún tipo de empatía, una trama previsible… Y sin embargo, al acabar de verla quedamos cautivos en ese mundo artificial que Fredrer acaba de liberar. No podemos desprendernos de ese mundo gris, de los edificios grandes y opresores, de las máquinas que mantienen a todo el mundo obrero alienado, de ese protagonista excesivamente maquillado… Permanecemos atrapados en la imagen, en esa máquina que mueve el mundo o mejor dicho, en toda la estética creada para la ocasión. Porque Metrópolis, la película (del mismo modo que la ciudad ficticia), tiene su motor en esa gran máquina que vive en el subsuelo de la ciudad; su valor no es el contenido narrativo sino todo el dispositivo estético y dramático sobre el que está construida.

Sin duda, Metrópolis de 1926 es la primera gran producción de ciencia ficción futurista tal y como la entendemos hoy día. Lang creó esta ciudad de edificios altos, rectos e imponentes, diseñó todo un decorado inventando lo que a sus ojos seria un submundo dónde las máquinas esclavizaran al hombre, y en definitiva, materializó “su” futuro que, aunque a nivel humano no era muy esperanzador, a nivel estético fue toda una revolución. Un futuro de monumentales edificios de cristal, con carreteras volantes alrededor de éstos, la creación de vida artificial con la apariencia exacta del ser humano, y otros tantos dispositivos futuristas que pasaran a ser constantes en el género cómo podremos ver en futuros cómo el de El quinto elemento de Luc Besson o el de Blade Runner de Ridley Scott.

Con esta visión futurista Fritz Lang da un nuevo rumbo al expresionismo alemán y lo dota de líneas rectas, grandes edificios, seres artificiales, aunque sin perder la esencia de éste materializada en el uso de decorados, luces y la voluntad de hablar del sentimiento de la sociedad en ese momento. Pero si hay algo que realmente destaca y hace destacar esta Metrópolis es su construcción sobre el inmenso decorado que llega a erigirse como la entidad dramática del film, poniendo al resto de elementos a su disposición. Y es en este proceso dónde los personajes pasan a parecernos estereotipos, porque sólo son una pieza más en el gran decorado, tienen que estar en sintonía con el fondo; no son más que títeres moviéndose en un teatrito. Títeres presos del decorado, igual que el obrero de su máquina y en el fondo, igual que el espectador de las imágenes del filme.

En este sentido, Fritz Lang, consciente de su poder cómo creador, se alza cómo demiurgo de éste mundo que, al margen de las alegorías, no deja de ser puro teatro, artificio, y esto es el propio cine. Aquí aparece el cineasta autor que más tarde reivindicarán las nuevas olas europeas, el gran director que empieza el camino de las atmósferas oscuras y pesadillescas, el creador de obras fundamentales cómo M o Dr. Mabuse. Y sin ir más lejos el creador de Metrópolis, esta gran producción dónde encontramos sus ganas de hacer cine, que se aleja un poco de la obras que más le definen, y de la cual el mismo director acaba renegando, pero que sin duda nos marca e impregna cómo ha impregnado la historia del cine. Y ya que los Cines Méliès nos lo permiten, merece una segunda oportunidad.


martes, 24 de noviembre de 2009

El Hombre de la Cámara, 1929. Dziga Vertov


Sinfonía poética
Por: Mariana Dornelles

Hay filmes que son como poesía; otros, sinfonía. Pero hay pocos que reúnen estas dos características. Uno de ellos es The man with a movie camera (1929), del cineasta ruso Dziga Vertov. Construida a partir de una relación métrica entre sus escenas – o frases fílmicas, como las llamaba el director –, la película revela, a través de los ojos de una cámara, el cotidiano de la vida en San Petersburgo, mostrando el movimiento vertiginoso de trenes, coches e industrias que conforman la ciudad. A manera de otras películas mudas de la misma época – como Manhatta (1921), de Paul Strand; Berlin: symphony of a great city (1927), de Walter Ruttmann; y Regen (1929), de Joris Ivens – The man with a movie camera tiene la ciudad como protagonista, presentando todos los movimientos que componen su ritmo diario: las calles vacías por la mañana, el despertar gradual de sus habitantes, el pleno funcionamiento de sus máquinas y el adormecimiento paulatino, terminado en una sala de cine. En efecto, desarrolla un testimonio sobre San Petersburgo, constituyendo una especie de género cinematográfico de la época, basado en la coreografía espontánea y en la sinfonía de las grandes ciudades. Sin embargo, la ciudad de San Petersburgo comparte el protagonismo con otros dos personajes en este filme. El primero es el hombre de la cámara, como explicitado en el título de la obra. A lo largo de la película, él registra fragmentos de la vida cotidiana y es representado en el acto de filmación – sea montado en un coche, dentro de cuevas o sobre los carriles de un tren. Las escenas registradas por su cámara también son reveladas, resaltando su carácter intencionalmente imprevisto, en la ausencia de actores, guiones o escenografías preestablecidas. El segundo personaje, y protagonista indirecto, es el propio cine. Al incluir la cámara, la filmación, el montaje y la proyección en las escenas del filme, Vertov retrata el arte cinematográfico por medio del propio cine, en un ejercicio explícito de metalenguaje. Inmerso en un contexto más amplio de vanguardias artísticas, Vertov deseaba, con su obra, encontrar la verdad del cine, su especificidad en relación a otras manifestaciones culturales – como el teatro y la literatura. Para ello se inspiró en movimientos artísticos como el futurismo ruso y el constructivismo, utilizando la experimentación como recurso estilístico. Como resultado, elaboró una película poética basada en el movimiento y la velocidad, optando por un montaje métrico como alusión al ritmo acelerado de la modernidad urbana, movimientos de cámara inusuales, música al compás de los acontecimientos y del montaje e imágenes de contenidos contrapuestos. Al registrar – y organizar – la vida cotidiana, The man with a movie camera marcó el principio de los registros documentales, pero con un toque de experimento, de poesía y de sinfonía, evidenciando el ritmo y el movimiento como las materias primas del arte cinematográfico.


Demasiado

Por: María López Villarquide

Me comentaba un amigo hace tiempo, que los estudiantes de cine documental hoy en día, son considerados poco menos que “extraterrestres” por sus colegas cineastas “simples y tradicionales”, porque aquellos, además de cine del

“simple y tradicional”, también ven documentales y, lo que es más osado aún: aspiran a realizarlos en el futuro.

A todos ellos, tanto simples como extraterrestres, quizás les convendría acercarse al sorprendente universo de informaciones visuales que en 1929 elaboró Dziga Vertov, aunque sólo sea por saber que ha existido y hace ya bastantes años.
Para Vertov, uno de los cometidos fundamentales en su labor como realizador era el “mostrar la verdad”; valiéndose de su cámara y dándole a la misma el uso de un auténtico “ojo”, con él registraba lo que sucedía, lo que se
movía y lo que cambiaba a su alrededor. El director ruso obtuvo irregulares resultados gracias a esta técnica, siendo el más famoso sin duda el de The Cameraman, aunque quizás no sea el mejor considerado por los expertos, más inclinados ellos a ensalzar sus proezas como retratista político durante el período post leninista y stalinista… pero hay aquí demasiada tela que cortar y pocas herramientas. Queden las valoraciones personales para otro momento y lugar. The Cameraman, decíamos, se rodó como experimento, como juego visual resultante de un montaje frenético y para un público inocente, curioso por conocer todo lo nuevo y sorprendente que aquel arte de séptima posición intentaba mostrarle. Eran tiempos de experimentos, de ismos y corrientes de ruptura, “avant- garde(s)” varias que provocaban al personal y lo agitaban para que encendieran el interruptor de su criterio y conocieran lo que estaba llegando a su terreno, poco a poco y sin prisa, pero sin lugar a muchas pausas.

Nadie es indiferente a un visionado completo de esta pieza única de la Historia del Cine. En la pantalla, un aluvión de informaciones en blanco y negro se sucede durante algo menos de una hora y no es fácil de digerir: mujeres trabajando y señoras dejándose acicalar, hombres gigantes portando cámaras al hombro, trípodes articulados que se mueven con vida propia hacia los espectadores que los observan, deportistas, obreros, niños y animales, medios de transporte, ciudades caóticas, hábitos cotidianos, mecánicos, sorprendentes. Imágenes reales.

Objetivos cumplidos.

Ningún aspirante a cineasta tradicional y ningún proyecto de documentalista extraterrestre deja pasar esta obra ante sus retinas sin reaccionar radicalmente, porque es rara y excesiva, porque pretende hacernos reaccionar y porque lo

consigue.

Demasiado nuevo era todo en 1929. Será que nos hemos vuelto unos “antiguos”, ochenta años después de su estreno, o será que no todos estamos dotados de ese espíritu extraterrestre con que la barita del documentalista nato había tocado también a Vertov.



(ESPACIO DE PUBLICACIÓN: artículo de opinión en suplemento dominical no especializado en cine. )



El cine-ojo: la vida de improviso.

Por: Iván Carpio


Desbordado y extenuante ejercicio experimental rodado en San Petersburgo. Estridente sinfonía de una

ciudad detonada en imágenes que se sueldan con poética y fría animosidad soviética. Vista por un ojo poco entrenado, esta película documental puede provocar una inquietante indigestión mental. Recomendable y bien traída la utilización de comedidas dosis de vodka ruso para aliviar el malestar. Tan pronto como las facultades intelectuales indiquen mejoría, conviene hacerse con una traducción de los textos de Dziga Vertov. Los incendiarios artículos del director ucraniano no tienen desperdicio. Explosivo cóctel de impetuosidad revolucionaria y descaro vanguardista, son además una herramienta imprescindible para descifrar los significados de la críptica estética del autor que los firma. El pseudónimo Dziga Vertov viene a traducirse como “gira, peonza”. Denis Arkadievitch Kaufman fue el dueño de tan particular apodo. Comenzó sus trabajos a la vez que Lenin levantaba el primer estado comunista. Suyas son las teorías del cine-ojo y del cine-verdad. Su objetivo: captar la realidad, “la vida de improviso”. En El hombre de la cámara las imágenes se oponen con vértigo. Niños y obreros. Atletas. Humo y carbón. Hierro y velocidad. No hay actores ni escenario. No existe hilo argumental. El kinok, el hombre de la cámara, es un alma consciente en persecución de la verdad. Recorre las calles de la ciudad retratando la vida en sus aspectos más ordinarios. Sin fingimientos. Su ojo se confunde con la lente del objetivo en un plano simbólico y reiterativo. La cámara penetra en la realidad y la registra tal y como es. Vertov avanza hacia la depuración del lenguaje cinematográfico. Maiakovsky lo hizo con la poesía y Malévich con la pintura. Proclama la exaltación del movimiento como elemento específico y liberador de la disciplina. Automóviles, tranvías y motocicletas. Poleas y turbinas. Cada plano de la película es una celebración cinética. La medida de intervalos entre los planos es la clave del montaje. Acelerado y frenético, pone de manifiesto la verdad propia del cine. Una verdad construida que el director nos muestra explícitamente. Vertov había declarado la guerra al cine convencional. Su radical propuesta formal pretendió ser una beligerante ofensiva desde los territorios comunistas. El cine-ojo despertaría las conciencias obreras y haría de aquel, un mundo mejor. Nada más lejos de lo ocurrido. Perdida esta batalla, bien es verdad que el cineasta soviético abrió el paso a muchas otras. La subversión introducida en el esquema realidad/ficción sigue alimentando el cine de nuestros días. Su uso dinámico y abierto de la cámara, recuperado por los autores del cinéma verité, es una técnica más que asentada en la actualidad. Recordaremos a Dziga Vertov como uno de los padres del documental de creación. El hombre de la cámara es en definitiva una película indicada para todos aquellos atraídos por el lado más experimental de la historia del cine. Si a alguien le queda tiempo, no estaría mal repasar la cinta El cameraman de Buster Keaton, rodada tan solo un año antes. Hacer el juego de las siete diferencias puede resultar interesante. Yo, con el trabajo concluido, creo que me serviré algo más de vodka.





El No de Vertov: (pequeños) gestos, (grandes) gestas
Por: Julius Richard

Año 0. Antígona es un personaje de la antigüedad que simboliza la aparición de otra ley allende o aquende (eso es indiferente) la establecida consuetudinariamente por los hombres. En su negación de la Palabra Oficial, en su No que abraza una ley interior y personal y quiere enterrar a su hermano en terreno vedado, en ese instante de la decisión que es una forma de la locura germina y se origina míticamente la otra alternativa. Antígona, como una prótesis original, es el año 0 de otra ley, la de la subversión. Su gesto fundacional es un orto revolucionario.
La revolución, si hacemos caso al pensador marxista Walter Benjamín, ocurre de una vez y fugazmente. Su efecto es el de la centella y el relámpago que, raudo y sucinto, quiere mostrar la posibilidad inaudita de otro mundo. Un gesto ínfimo que no se agota en su realización. Su significado, clausurado y latente, puede permanecer largo tiempo escondido antes de salir a la luz nuevamente: es la verdad histórica en su estado de des-ocultación. La verdad revolucionaria está siempre agazapada, esperando. ¿Qué espera? La transfiguración, el cambio, el otro mundo posible = la utopía. El no lugar por venir: la comunidad de los sin comunidad.

La revolución rusa de 1918 agitó el mundo en consonancia con otros tantos gestos fundacionales que tuvieron lugar en otras naciones. Las vanguardias de los años 20 se caracterizan de forma manifiesta por ser claramente revolucionarias, por hablar, más que de estética, de política. Sin enumerar todos los movimientos, cada uno con su decálogo correspondiente, señalaremos el que creemos es el gesto fundacional más paradigmático: el de Duchamp al dar forma al ready-made, allanando el camino a la anestética (la defunción de la estética de la representación y el buen gusto kantianos), al valor artístico del objeto encontrado, al arte infraleve de la respiración. El gesto de Duchamp es de tal forma traumático que tras él vendría un silencio (del arte, del mundo), de más de dos décadas: el tiempo de la asimilación de la loca llamada revolucionaria.
Los años 20 son años locos. El nacimiento de todos los ismos y el agotamiento y extinción de todas las tradiciones artísticas: la abstracción acabando con el arte figurativo, la atonalidad acabando con la armonía musical, el absurdo llenando las páginas de las novelitas burguesas. Las vanguardias son la ofensiva de un ejército de artistas que buscan, provistos de bigotes a lo Nietzsche, un mundo nuevo, otra vez.

Gesto Fundacional I. El trauma.
El No de Vertov aparece al final de la década de los años 20. Es un No, primeramente, al cine de propaganda post-leninista que desarrollaba Eisenstein. Pero es, sobre todo, un No al Sueño de Zukor y su Gran Fábrica. Como gesto fundacional y ortológico, la negativa de Vertov repite el trauma de Antígona: abre un nuevo decir, una nueva tabla de la ley. Hablando en burchiano, se diría: abre un Modo De Representación Alternativo frente al Modo De Representación Institucional. En un mundo sin dioses (que definitivamente es el escenario en que respiran todos los activistas revolucionarios y subversivos: es el siglo XX hasta el nacimiento de su nuevo dios: la Bomba Atómica), aún nos queda la Gramática, sí, pero si Griffith había sentado las bases de la gramática del cine en su versión MRI, Vertov fundaría un nuevo lenguaje y su propia gramática.
¿Cuál es ese lenguaje? El del montaje cinematográfico: técnica post-humana.
“El hombre de la cámara” es su mejor exposición. Una película que rápidamente se catalogaría como “difícil”, por ser un film experimental, un cine del ensayo y la tentativa, a caballo entre el arte y la técnica (igualmente, de “difíciles” se caracterizan las óperas de Scönberg, los primeros lienzos cubistas o abstractos, el agotamiento lingüístico de Joyce): ¿pero no era el arte, originalmente, una técnica entre otras? La posición vertoviana, como la de casi todas las vanguardias, inhiere una asimilación de la técnica por el hombre que les lleva, en el futurismo, el constructivismo, el productivismo y el suprematismo (las vanguardias propiamente soviéticas y gélidas), a la síntesis hombre-máquina: el autómata. En su negación del individualismo burgués, el Gran Sujeto (el Espectro Comunista) es una máquina descomunal. El último paso del proceso hegeliano, la Verdad del Hombre en su estado de Imagen Espectacular, esto es, Universal. Hegel y Heidegger se dan la mano y se van al cine: ¿qué ven? “El hombre de la cámara”, o mejor, del aparato. Y no con ni y, sino “del”: el hombre dentro del aparato. La simbiosis hombre-máquina aparece de manera explícita aquí: el ojo del hombre es ya el objetivo. Superhombres inhumanos dotados de aparato que ocupan el espacio desde lo más grande (como enormes Saturnos sobre la ciudad) a lo más pequeño (en el interior de una jarra de cerveza). Hombres-cámara que lo graban todo, en un torrente de imágenes sin narración ni personajes. ¿Película difícil? La de Vertov, evidentemente, lo es.
“El hombre del aparato” es un hito en la historia de la cinematografía no sólo por ser la antítesis del cine establecido por el modelo narrativo americano (en ese caso, también son hitos los filmes experimentales de Ferdinand Leger, René Clair o Luis Buñuel), sino también por proponer un modo de hacer casi religioso. En ese sentido el filme es un artefacto explosivo. La persecución de Vertov de la “Verdad del Cine” abre una senda que, desde entonces y en los márgenes, ha sido transitada por unos cuantos hombres-máquina, o mejor, hyponematas (Ángel Gabilondo, actual Ministro de Educación dixit) fílmicos que se autoescriben a sí mismos. Prótesis del orígen y tecnologías de la persona.
Pravda, la palabra rusa que designa el fenómeno de la verdad como des-ocultación, aparece tanto en Vertov como en el poeta suicida y contemporáneo Maiakovsky. ¿Qué es esta misteriosa Verdad perseguida? No es la adecuación al hecho, no es la objetividad de la visión: es la aparición del acontecimiento sin mediaciones. Es “lo que el ojo no ve”, y sí lo hace la cámara. Mística de la Técnica: Nuevo Mundo. Cine-ojo y Cine-verdad. La verdad materialista: nada tiene lugar sino el lugar.

Gestos Fundacionales II. Repeticiones.
Los “kinoks” son los seguidores de Vertov. En principio, Él mismo, su mujer, su hermano. El gesto subversivo es siempre una llamada a la gestación de la comunidad inconfesable. La repetición sintomática del trauma vertoviano se da en la mística bressoniana acerca del cinematógrafo como forma de vida y visión: la fuerza eyaculatoria del ojo y la verdad captada por la cámara dejada sola. Se itera en la vida y obra de Jonas Mekas quien, sin lugar en la tierra, habita el cine y filma su propia vida con el mismo método-río que usara Vertov, recuperando así el paraíso perdido. En Joris Ivens, que viajó por el mundo con su cámara filmando la verdad y acabó en China filmándose a sí mismo, buscando el viento en “Historia del viento”. En Jean Rouch y el afán etnográfico que también tiene aquí su origen igual que en Flaherty, y que muestra la verdad de una generación en su “Crónica de un verano”, donde el hombre-cámara (aquí el propio Rouch y Edgar Morin) es también parte de la realidad y no es ob-sceno. Y se reitera, sobre todo, en la obra de Godard: un pequeño gesto, una gran gesta la de, no sólo sacar la cámara a la calle o escribirse a uno mismo con ella, sino cederla, en continuísmo comunal, a los obreros, en todos los artefactos filmados por el grupo “Dziga Vertov” a finales de los sesenta y principios de los setenta. Y no digamos en su propia invención de la historia del cine, cámara de video mediante. Por último, cerrando este exiguo grupo de kinoks (hay más que no hay hueco para nombrar, pero el club es bien selecto), me gustaría mencionar a ese monje armenio cuya obra, montada de forma musical y metronómica, devota de la actitud religioso-fílmica de Vertov, ocupa apenas 200 minutos de metraje ¡en 40 años!: Artzivald Pelechian.
Todos ellos son los kinoks, los herederos de Vertov. Los habitantes de un territorio inexpugnable, redentor y utópico: el cine.

Coda 1.
Hitchcock confesaba a Truffaut que había dos tipos de cineastas. Los que venden trozos de vida y los que venden trozos de pastel. Él vendía inmensasn y orondas tartas. Vertov, con su torrente inaprensible, no creador de suspense sino suspendido, no vende nada. Lo que aparece en sus imágenes es, justamente y en sus propias palabras, “la vida de repente”.

Coda 2.
En “El cameraman”, película de Búster Keaton rodada dos años antes que “El hombre de la cámara”, tiene, además del título, una escena premonitoria: el personaje de la cámara, por error, ha montado locamente los planos que exhibe a los productores. Las imágenes, mágicamente, recuerdan a la película de Vertov, dos años antes. Imagen compartida, planos torcidos, montaje retrofuturista y acelerado. Los productores, esos Zukors, Foxes y Warners fabricantes de sueños, se tapan los ojos con los brazos: no soportan la visión de la verdad, des-ocultada, filmada.


El hombre de la moviola

Por: Marién Gómez

Un solo día en San Petersburgo le hace falta a Dziga Vertov para mostrarnos toda su concepción del arte cinematográfico. Mejor dicho, la vida de un día en San Petersburgo. La ciudad despierta, los obreros se dirigen a su fabrica, los tranvías toman las calles, la gente pasea, una mujer da a luz, niños asisten a un espectáculo…. La realidad en un estado muy puro, “la vida de repente” y una cámara con un hombre que la maneja intentando captarla. Sin intertítulos, sin decorados, sin actores.

Es a partir de esta realidad, cómo los colores para el pintor, que el cineasta podrá crear su arte, el arte cinematográfico, que encuentra su especificidad a través del montaje.

Con este bellísimo experimento visual Vertov quiere hablar del papel del cineasta y dejar claro qué es el cine para él; y para Vertov el cine es puro montaje, un laborioso trabajo manual del cineasta con el celuloide, y horas y horas, en la solitaria sala de montaje. El camarógrafo se reduce a una simple silueta portadora de la cámara que registra las imágenes de todo lo que pasa “de repente”, el ojo que todo lo ve y puede recoger la realidad de manera objetiva. Una cámara a la que Vertov venera hasta el punto de darle en la imagen vida propia (con trucajes del montaje). La cámara lo capta todo y es tarea del montaje crear un lenguaje, una historia. Y esta es, como decíamos, una tarea manual y paciente de cortar y pegar, del mismo modo que una trabajadora empaqueta cigarrillos, la montadora manipula, da forma con sus manos al celuloide y ahí yace la naturaleza del cine. Para demostrarlo, A man with a cámera del 1929 no sólo nos mezcla el proceso de la creación y el resultado cinematográfico, hecho evidente en ese paréntesis de la narración en que literalmente vemos los fotogramas de celuloide, su manipulación y su resultado tras el proyector, sino que explota todas las posibilidades que el montaje de imágenes en movimiento puede ofrecer. Pantallas partidas, cámara lenta y cámara rápida, trucajes de la imagen e incluso oposición y asociación de conceptos para crear significado cómo la del cineasta artesano que aparece igualado al obrero de la fábrica.

El resultado es un baile frenético de imágenes que nos ofrece un bellísimo retrato documental de la ciudad y de la época; lo que podríamos asimilar a una sinfonía de San Petersburgo, cómo más adelante harían con Berlín o Niza autores cómo Ruttman o Jean Vigo. Y la referencia a la musicalidad no es trivial ya que realmente se produce la sensación de ritmo y rima, existe una música imperceptible a los oídos que envuelve todo el relato y que seguramente tiene que ver con la belleza de las imágenes y la poética que de ellas se desprende. Encontramos en cada plano un gusto extraordinario por la composición, muy influenciado por las corrientes vanguardistas de la época, que consigue imágenes que hablan por sí solas. Los primeros planos estáticos y estéticos sin movimiento son realmente bellos, así como la elección de planos cerrados, planos detalle que dan fuerza al objeto, contrastados con los generales de la ciudad en pleno bullicio trabajador. Todo se funde en un mismo sentido, y aunque abstracto, consigue una narración que fluye perfecta y cada vez más vertiginosa, cómo un día cualquiera, cómo la vida misma.

Y todo esto sin abandonar su principal objetivo que no es otro que hablar del arte cinematográfico. Una reflexión absolutamente metalingüística, que se convierte en una gran metáfora del propio cine y del papel del cineasta. Una declaración de principios que, de algún modo, no deja de ser una declaración de amor en muchos sentidos