miércoles, 2 de diciembre de 2009

Metrópolis, 1926. Fritz Lang


Metrópolis

Por: María López Villarquide


A ciencia cierta, resulta osado determinar cuáles fueron las verdaderas intenciones de los creadores de Metrópolis, en el momento de su estreno, haciafinales de los años veinte en Alemania: una historia de “diferencias”, de clases

sociales enfrentadas e incomunicadas, de trabajos forzados, religiones y credos circulando bajo tierra (literalmente), explotación, ideas futuristas, diseños arquitectónicos modernos y largos minutos de metraje para contarlo (nada menos que 210 en su formato original). Hablar de Metrópolis es, por consiguiente, teorizar ociosamente sobre lo que no se conoce con certeza, pero que ofrece múltiples posibilidades de interpretación. No será el caso de las líneas que siguen: esta propuesta crítica se decantará por aspectos más formales, al alcance de cualquier

espectador. Véase el primer ejemplo a tener en cuenta: la grandiosidad de ambientes recreados. Cuentan las biografías que Fritz Lang, hijo de un arquitecto, se inició en la materia sin llegar a terminar los estudios; asimismo, la sabiduría popular nos enseña que “quien tuvo, retuvo” y por eso cada rincón de la metrópolis recreada en

los decorados del film, resulta tan estudiado y perfecto, como surgido de la mente de un especialista en proyectar edificios. El espectador se sorprende ante el juego de perspectivas y años más tarde, muchos serán los que se inspiren en dichas imágenes para recrear sus propios decorados en películas que divaguen sobre el

futuro. Siguiendo esta línea de análisis, conviene detenerse en la caracterización de los personajes, todos ellos llevados al extremo de sus rasgos físicos y morales, como pretendiendo hacer obvio a los receptores de la historia, que no es éste un cuento sobre individuos con problemas personales o inquietudes insatisfechas, sino

de estereotipos, de iconos esperpénticos que simbolizan a colectivos: los grandes explotadores que controlan los avances técnicos y el poder económico; los obreros silenciados, que encadenan jornadas de diez horas laborales a ritmo mecánico y deshumanizado; la voz redentora de la religión: la virgen María que llena de esperanza los corazones de los peones, para movilizarlos hacia un cambio en el injusto orden establecido y, por último, la ciencia sin escrúpulos que no cesa en su empeño de avanzar en sus investigaciones, sin importar cuantas víctimas encuentre a su paso, que logra emular al creador, “creando”, de hecho una máquina de aspecto humano, cuya actividad no será otra que la de conducir a la masa de obreros al desastre.

Buenos y malos, por tanto, en un entorno de perspectivas sugerentes. El caos se desata, el obrero se deja manipular por el robot que ha sido ideado con fin último de someterlo, disfrazado de dogma de fe religiosa… y el “mediador” acaba mediando, efectivamente, para que mano y corazón funcionen con sentido. Es la Metrópolis que describió Thea von Harbou y realizó Fritz Lang. Ellos hubieron de entenderse para llevarla a las pantallas y el resultado es cuando menos, provocación para el espectador de éste o cualquier otro siglo que haya sido. Se seguirá investigando al respecto.


(MEDIO DE PUBLICACIÓN: Revista especializada. Espacio sobre clásicos del cine

reeditados.)



Experimentos de ciencia ficción

Por:Mariana Dornelles


Metropolis es una ciudad moderna, dominada por rascacielos, innumerables coches, aviones particulares y un paisaje cubierto de luces y mensajes visualmente estimulantes. Podría ser la descripción del aspecto contemporáneo de Tokio o New York, pero fue la apariencia imaginada en 1926 por el director alemán Fritz Lang para una ciudad futurista llamada Metropolis. En un innovador ejercicio de ciencia ficción, Lang construyó una película basada en la vida en esta gran ciudad en el año de 2026, en que varias dicotomías se entrecruzaban: luces/máquinas, superficie/subterráneo, adinerados/obreros y placer/trabajo. En este mundo imaginario, Lang previó una ciudad absolutamente dependiente de la tecnología industrial, que fornecía la energía necesaria para mantener las estructuras de la urbe vivas e iluminadas. Sin embargo, la película enfatiza el lado perverso de esa lógica, ya que para hacerla funcionar era necesario explotar de manera despiadada la mano de obra de los trabajadores, que cumplían jornadas de 10 horas diarias en el subsuelo de la ciudad, en contraste con el mundo de los placeres vivido en la superficie, donde se encontraban los beneficios de la era industrial.

Tal procedimiento – conducido por el director de Metropolis Joh Fredersen (Alfred Abel) – es cuestionado por su hijo Freder (Gustav Froehlich), quien desarrolla una especie de consciencia social después de tener contacto con la realidad de los trabajadores. Con la ayuda de María (Brigitte Helm), una mujer que predica el cambio a los obreros después de la llegada de un mediador, Freder intenta provocar cambios en esta estructura. Sintiéndose amenazado, el dirigente Fredersen recurre, otra vez más, a los recursos tecnológicos. En este momento, Lang introduce una de las figuras más importantes del mundo de la ciencia ficción, que es el científico loco, representado por Rotwang (Rudolf Klein-Rogge). Rotwang es caracterizado como un hombre obsesionado con la idea de fabricar un robot para recrear Hel, su gran amor – y, a la vez, proyectar el hombre del futuro, el hombre máquina imposible de ser distinguido del hombre normal. Su locura es representada por expresiones exageradas, pelo desordenado, mirada endemoniada y una sonrisa que mezcla miedo y astucia. Además lleva una mano mecánica – utilizada por otros cineastas, como Terence Young en Dr. No, y Stanley Kubrick, en Dr. Strangelove –, que reemplaza una mano perdida en un experimento científico. Vive en una casa/laboratorio en el medio de la ciudad, olvidada por los

siglos y por el desarrollo urbano, con puertas que abren y cierran solas y repleta de pentagramas – comúnmente asociados a ritos satánicos o alto conocimiento científico.

Otro punto alto de la película es el momento de la transformación de María en mujer robot. Ambientado en un laboratorio repleto de mandos eléctricos, líquidos hirvientes y tubos de ensayo humeantes, este proceso es caracterizado por una secuencia de arcos luminosos que transfieren la apariencia de María al robot, creando uno de los robots más conocidos de la historia del cine.

Al representar un mundo futurista y un ambiente relacionado a las invenciones tecnológicas, Metropolis se convertió en una referencia de la ciencia ficción, un género que generalmente especula sobre la respuesta humana a los cambios científicos y tecnológicos, proponiendo una reflexión sobre su impacto en la sociedad. En este sentido, Lang presenta una visión pesimista en Metropolis, ya que la supremacía de las máquinas y de la tecnología sobre otros valores, como el humanismo o mismo el amor – personalizado en la figura de Freder –, genera una

situación de diferencias sociales o de amenaza al sistema, como por ejemplo con la llegada de un robot que predica la destrucción de las máquinas.

El debate sobre el carácter intrínsecamente bueno, malo o neutro de la tecnología es todavía recurrente y el cine de ciencia ficción sigue produciendo películas que producen reflexiones sobre el tema, ¿la tecnología es buena o mala por si o depende del uso que se haga de ella?



Fábula futurista.

Por: Iván Carpio


Intensos haces de luz apuntan hacia la noche. Fluidas plataformas por las que se deslizan trenes y automóviles. Excitados neones reflejan su eléctrica inquietud sobre inmensos rascacielos de cristal. Metrópolis, año 2026. Cifras de superproducción para esta mítica película dirigida por Fritz Lang. Más de 300 días de rodaje, un total de 36.000 extras y un presupuesto de casi cinco millones de marcos alemanes. Una auténtica fortuna (hablamos de 1926) concretada en las fascinantes visiones de la ciudad del futuro. Éxtasis onírico de desarrollo y tecnología, sus ambientes han sido recuperados en multitud de ocasiones. Sirvan como ejemplo las sofisticadas imágenes urbanas de 2046 (Wong Kar-Wai, 2004). Metrópolis es el sueño de ambición del empresario Joh Fredersen (Alfred Abel). Paraíso de éxito y progreso, es la ciudad de los elegidos por el capital. Sentado en la butaca de su despacho, Fredersen admira el fulgurante resplandor de sus dominios. Metros bajo tierra se esconde la oscura

máquina que alimenta todas sus necesidades: un resignado ejército de obreros que solo encuentra consuelo en las conciliadoras palabras de la dulce María (Brigitte Helm). Freder (Gustav Fröhlich), hijo de Joh Fredersen, es atraído hacia las profundidades por los sinceros ojos de María. Conmocionado por la verdad y el dolor ajeno, se enfrenta a

su padre. Mientras tanto, el científico Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) trabaja en la creación de una mujer robot que acabará desatando la tragedia. Fábula futurista de mil y una lecturas, la clave alta de Metrópolis se sitúa en su rotunda puesta en escena.

La constante oposición entre el esplendor de la superficie y su sombrío paralelo subterráneo se traduce en los colosales decorados y en la expresiva caracterización de los personajes. La entonces novedosa utilización de efectos especiales y la monumentalidad requerida en toda gran producción componen junto a la sensibilidad

cinematográfica de Lang, siempre atento a la gestualidad de los actores o a los valores de la iluminación, una estética brillante. Visualmente compleja y sugerentemente poética, la película adolece sin embargo de una considerable debilidad narrativa en el guión. A excepción de la versión cyborg de María, diabólica y apocalíptica, el resto de personajes carecen de un sustento sólido. Sin trasfondo psicológico, se comportan a partir de una irritante impulsividad siempre en un marco ambiguo de pensamientos y emociones. Desprovistos de cualquier signo de individualidad, son sometidos al mensaje que se esconde tras sus acciones. Más allá de las implicaciones sociopolíticas del argumento o del peso en la autoría de Thea Von Harbou, futura integrante del partido nazi, la cosa podría haberse manejado con mucha más elegancia. La trama, rayando lo naif en ocasiones, se hace tremendamente pesada. La ausencia de un protagonista fuerte, un planteamiento demasiado largo y una tensión nunca acumulada, hacen que el espectador esté más que aburrido cuando explota la acción. El final es simplemente insostenible. Suerte desigual para una película incompleta que si se abre paso en el tiempo es gracias al sugerente poder de sus imágenes. Hizo lo correcto el propio Lang cuando, aun asumiendo su responsabilidad, se descolgó de laproducción de Metrópolis. Seguramente acertó también al divorciarse de la Von Harbou.


Fatal Fritz: Bienvenidos al desierto de lo real

Por: Julius Richard

Metrópolis es un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril.

Este titular, que nos lo concede El Crítico ya aposentado y con contrato editorial, nos resume la habitual reacción frente al film de Lang. La candidez argumental, que nos invita a la creencia (des)corazonadora en la mediación entre el Cerebro y la Mano, no puede menos que sonrojarnos: Freder Fredersen, el hijo mimado del Amo Capitalista Joh Fredersen, conoce las penurias de la clase obrera que habita en lo profundo del subsuelo y decide, con ayuda de María, una baby-sitter pacifista que sermonea a los obreros en una capilla acerca de la llegada del Mediador, salvarlos de su infausta y depauperada situación. Rotwang, el judío-técnico que en su momento se enamorara de la mujer del Amo Capitalista –muerta al dar a luz a Freder, pero que Rotwang ha transformado en Ser-Máquina-, tratará de engañarles a todos, dando el cambiazo de María por su Ser-Máquina, tornando a la Vírgen en Puta y el discurso pacífico en uno pro-extinción. Finalmente, desenmascarada la trama y en una rocambolesca escena, Freder y María conseguirán el ansiado apretón de manos entre el Amo y los obreros, que restablece el orden y funda sintéticamente una nueva situación de armonía social.

Por todos es sabido que Fritz renegaba del guión que la por entonces su mujer Thea von Harbou –ulterior seguidora nazi- había pertrechado. Más allá de la obsesión germana por la “mediación”, trastorno que tiene su origen en el idealismo de Hegel, Fichte y Schelling, la de Fritz es la posición de Schopenhauer: frente a la dialéctica de la superación, el fatalismo de la existencia.

Metrópolis, más que por la panfletada que menciona Gubern, es y será recordada por ser la primera película de ciencia ficción mítico-épica, fundando un género que ha sido y es transitado aún hoy (los casos ejemplares son Blade Runner y Matrix). Como película que representa la decadencia del expresionismo alemán –en un salto de lo pictórico a lo arquitectónico analógico al de Malevitz y el suprematismo nihilista soviético (otra forma de fatalismo)-, Metrópolis evidencia igualmente las altísimas cotas de modernidad que el cine mudo estaba alcanzando, cotas que quizá serían anuladas de cuajo por la inmediata llegada del sonoro: pensamos en películas como Amanecer de Murnau, Napoleón de Gance o La caja de Pandora de Pabst, por citar algunos filmes que, a finales de los años 20, dibujaban una profunda evolución en el quehacer fílmico y el desarrollo de sus posibilidades.

La de Lang, una producción que le salió a la UFA por cinco millones de marcos y casi le llevó a la bancarrota –obligando a Lang y su productor Erich Pommer a salir de la productora que, poco después, acabaría haciendo películas al mismo tiempo que Krupp fabricaba armamento militar: tiempos del cine-fábrica y el director-obrero- es una película mutilada por la historia. No sólo en la práctica, con la pérdida de casi una cuarta parte del metraje y sus múltiples versiones, hasta que Pattalas consiguiera la edición más cercana a la original. Sino también en la teoría. La crítica ha denostado frecuentemente Metrópolis como un film fallido, ingenuo y aburrido. Los defensores de Metrópolis han acabado siendo los discotequeros como Giorgio Moroder (que hizo una versión coloreada de unos 80 minutos), los ciberpunks lectores de William Gibson o los tecnócratas de Detroit, que han hecho una versión musicada por el dj Jeff Mills.

Pero lo que esa prótesis que es la memoria no olvidará son ciertas imágenes que Lang propone: los obreros en las fábricas, la fábrica como un Moloch gigante, María perseguida por la linterna de Rotwang, el baile esquizo de Maria 2, la leyenda de Babilonia… Inolvidables imágenes logradas por el arquitecto Lang y sus adláteres Freund y Schüfftan, y un sinfín de hallazgos técnicos. Por que Metrópolis es sobre todo eso: un ejercicio de arquitectura experimental, un libre hacer de la fantasía. Sabemos que el origen del escenario –Gran Personaje- lo encuentra Fritz al toparse con el skyline de New Cork, imaginándose qué vida habitaba en el interior del monstruo metropolitano.

El fatalismo de Fritz, que le hizo permanecer incólume toda su vida, le permitió ser un autor dentro de la industria y la política de los géneros y las estrellas de Holywood, tras su huída en 1934. Lo empujaba un férreo y atroz individualismo. Supo vérselas con el negro, con el western, con el cine de aventuras, el thriller psicológico. Y salió, si no indemne (Secreto tras la puerta, Más allá de la duda), sí bien parado: Sólo se vive una vez, Los sobornados, La mujer del cuadro, Perversidad, Los contrabandistas de Moonfleet… Por ello la Nueva Crítica –en palabras de Roland Barthes- supo apreciarle. Por ello Godard le dio el papel de director de cine en El desprecio, introduciendo al Productor y a la Gran Actriz en un coche y tirándoles al agua.

Porque Fritz, desde un principio, siempre estuvo solo y errátil. Solo con su destino: “poder real, llámese dictadura, ley o sindicato del crimen. Se trata de la voluntad de salvaguardar la individualidad y es importante luchar para conseguir el triunfo.” Fatal Fritz, este realizador que pinta y construye gris sobre gris, nos dice lo que Morfeo le dice a Neo al despertar a la realidad, observando un Chicago en ruinas tras una guerra nuclear en Matrix. Mira esos rascacielos y –fatalmente- piensa: esos edificios son ruinas que crecen hacia arriba. Nos mira y –fatalmente- nos dice, guiñando el ojo al otro lado del monóculo: Bienvenidos al desierto de lo real.



La(s) Metrópolis de Lang

Por: Anna Jiménez

Alemania, Enero de 1927.

Fritz Lang estrena su
Metrópolis por fin. Ha costado un año y cinco meses de rodaje de entre ocho y doce horas diarias, más de treinta y cinco mil extras tiranizados pasando frío en un antiguo hangar de zeppelines, el estrés crónico del equipo técnico ante los continuos cambios y las tomas filmadas mil veces y un presupuesto desorbitado que ha dejado temblando las arcas de la productora. Pero exactamente… ¿qué ha estrenado Lang?
Hay una
Metrópolis de marcado carácter nazi, donde el pueblo alemán es un obrero avasallado por una Europa que le ha ganado la guerra y que espera impaciente a que un mediador (o Führer) le devuelva la dignidad perdida. En esta ciudad nacional-socialista la virtud germánica lleva nombre de mujer (María), la maldad es científica y judía y la lujuria afrancesada baila el Charleston. Y sin embargo Lang firmó cuatro películas claramente anti-nazis entre 1941 y 1946.
Hay una
Metrópolis de izquierdas, incluso comunista, donde el pueblo oprimido es ofrecido en sacrificio a la Gran Máquina por las clases burguesas, no dejando más camino que el de la revolución. Y sin embargo vemos que esa turba proletaria lucha por la justicia social con las uñas y los dientes de una femme fatale que los manipula a su antojo, siendo finalmente peor el remedio que la enfermedad. Además, el único trabajador que consigue librarse de su esclavitud y de su número (el 11811) se va derecho a los burdeles y a la mala vida dejando la causa proletaria para otro más fresco.
Hay una
Metrópolis canto del cisne del cine expresionista alemán, donde las luces y las sombras esconden los misterios de la ciudad. Y sin embargo los personajes son planos, los sentimientos cuadriculados y la Naturaleza no es más que un jardín artificial.
Hay una
Metrópolis avanzada y futurista, donde la tecnología y la ciencia se dan la mano para mayor gloria del hombre (del señor Frederer concretamente). Y sin embargo ese mundo moderno se ha construido con la carne y los huesos de miles de hombres explotados sin compasión, donde uno se pregunta si realmente valió la pena pagar el lujo con sangre.

Pero, ¿cuál es la verdadera ciudad? O tal vez ni siquiera importe. Tal vez solo sea una bonita historia de amor entre dos jóvenes, tal vez es la historia de un Pigmalión científico que se enamora de su Galatea robótica, o tan solo un relato generacional sobre un padre absorbido por su trabajo y un hijo que descubre que el mundo es algo más que la burbuja en la que ha vivido. Son muchas Metrópolis las que se esconden en esta ciudad, nunca sabremos cual era la de Lang.

Solamente podemos preguntarnos cómo sería la ciudad si la dulce Hel viviera todavía.


Metrópolis, un viaje a un futuro pasado...

Por: Marién Gómez

Metrópolis de Fritz Lang es una película que, en el primer contacto, no puede evitar producir un sentimiento extraño en el espectador, entre el rechazo y la atracción, que hace que sea difícil una valoración clara sobre lo que acabamos de presenciar.

Una historia claramente alegórica del fascismo en que el Furher salvador se alza cómo indiscutible héroe de la película, unos personajes estereotipados incapaces de crear con el espectador ningún tipo de empatía, una trama previsible… Y sin embargo, al acabar de verla quedamos cautivos en ese mundo artificial que Fredrer acaba de liberar. No podemos desprendernos de ese mundo gris, de los edificios grandes y opresores, de las máquinas que mantienen a todo el mundo obrero alienado, de ese protagonista excesivamente maquillado… Permanecemos atrapados en la imagen, en esa máquina que mueve el mundo o mejor dicho, en toda la estética creada para la ocasión. Porque Metrópolis, la película (del mismo modo que la ciudad ficticia), tiene su motor en esa gran máquina que vive en el subsuelo de la ciudad; su valor no es el contenido narrativo sino todo el dispositivo estético y dramático sobre el que está construida.

Sin duda, Metrópolis de 1926 es la primera gran producción de ciencia ficción futurista tal y como la entendemos hoy día. Lang creó esta ciudad de edificios altos, rectos e imponentes, diseñó todo un decorado inventando lo que a sus ojos seria un submundo dónde las máquinas esclavizaran al hombre, y en definitiva, materializó “su” futuro que, aunque a nivel humano no era muy esperanzador, a nivel estético fue toda una revolución. Un futuro de monumentales edificios de cristal, con carreteras volantes alrededor de éstos, la creación de vida artificial con la apariencia exacta del ser humano, y otros tantos dispositivos futuristas que pasaran a ser constantes en el género cómo podremos ver en futuros cómo el de El quinto elemento de Luc Besson o el de Blade Runner de Ridley Scott.

Con esta visión futurista Fritz Lang da un nuevo rumbo al expresionismo alemán y lo dota de líneas rectas, grandes edificios, seres artificiales, aunque sin perder la esencia de éste materializada en el uso de decorados, luces y la voluntad de hablar del sentimiento de la sociedad en ese momento. Pero si hay algo que realmente destaca y hace destacar esta Metrópolis es su construcción sobre el inmenso decorado que llega a erigirse como la entidad dramática del film, poniendo al resto de elementos a su disposición. Y es en este proceso dónde los personajes pasan a parecernos estereotipos, porque sólo son una pieza más en el gran decorado, tienen que estar en sintonía con el fondo; no son más que títeres moviéndose en un teatrito. Títeres presos del decorado, igual que el obrero de su máquina y en el fondo, igual que el espectador de las imágenes del filme.

En este sentido, Fritz Lang, consciente de su poder cómo creador, se alza cómo demiurgo de éste mundo que, al margen de las alegorías, no deja de ser puro teatro, artificio, y esto es el propio cine. Aquí aparece el cineasta autor que más tarde reivindicarán las nuevas olas europeas, el gran director que empieza el camino de las atmósferas oscuras y pesadillescas, el creador de obras fundamentales cómo M o Dr. Mabuse. Y sin ir más lejos el creador de Metrópolis, esta gran producción dónde encontramos sus ganas de hacer cine, que se aleja un poco de la obras que más le definen, y de la cual el mismo director acaba renegando, pero que sin duda nos marca e impregna cómo ha impregnado la historia del cine. Y ya que los Cines Méliès nos lo permiten, merece una segunda oportunidad.


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